En diciembre de 2010, México y el mundo quedaron estupefactos ante la detención de un menor de apenas 14 años que confesó haber cometido torturas, decapitaciones y otros actos atroces al servicio del narcotráfico. Se llamaba Édgar Jiménez Lugo, pero el país lo conoció como “El Ponchis”, considerado el primer niño sicario expuesto públicamente.
Originario de San Diego, California, y criado en Morelos, su historia es la de un niño sin contención ni futuro claro: su madre fue detenida por narcotráfico y deportada cuando él tenía un año, y al morir su abuela —quien cuidaba de él y sus hermanas— su situación se tornó aún más vulnerable. Para tercer grado ya había abandonado la escuela, vivía en condiciones precarias y su entorno familiar estaba vinculado al crimen; sus hermanas, integrantes de la célula “Las Chabelas”, también operaban para el narcotráfico.
A los 11 años fue “levantado” por un capo conocido como “El Negro” —Julio de Jesús Radilla Hernández, líder del Cártel del Pacífico Sur (CPS)— quien lo introdujo en una espiral de violencia. Según el propio Édgar, fue drogado y obligado a participar en asesinatos y decapitaciones, tareas por las que recibía hasta 2,500 dólares. Los crímenes eran grabados para su circulación entre miembros del grupo y en redes sociales. De haberse negado, aseguró, lo habrían matado.
El Cártel del Pacífico Sur, escisión del cártel de los Beltrán Leyva, operaba en Morelos y Guerrero, en pugna con La Familia Michoacana y los remanentes de “La Barbie”. Aunque usaban el nombre “Pacífico”, no eran parte del Cártel de Sinaloa, pero sí tejían alianzas con otros grupos como Los Zetas para ganar terreno.
Fue gracias a videos publicados en YouTube donde aparecía ejecutando a personas bajo los efectos de drogas que el Ejército mexicano logró localizarlo. La captura ocurrió en el aeropuerto de Morelos cuando pretendía huir a Tijuana junto a su hermana para cruzar a San Diego. La imagen de un niño esposado y rodeado por militares impactó a la opinión pública.
En sus primeras declaraciones, su falta de emoción fue tan perturbadora como sus palabras: “Me drogaban. No sabía lo que hacía” y “No me metí, me jalaron”. Fue procesado bajo el sistema para adolescentes en Morelos, y en 2011 se le sentenció a tres años por homicidio, secuestro, delincuencia organizada y portación de armas de uso exclusivo del Ejército.
Tras cumplir su condena en 2013, fue repatriado a Estados Unidos y entregado a una ONG dedicada a la reinserción juvenil en Texas. Desde entonces, se desconoce su paradero. Lo que queda es el eco de una historia que evidenció la brutal capacidad del crimen organizado para absorber a menores de edad, así como la insuficiencia del Estado para prevenirlo.
Para el Dr. Arturo Chacón, experto en violencia juvenil, casos como el de Édgar no son excepciones sino síntomas. Factores como la falta de afecto, atención familiar, marginación y exposición a entornos criminales desde edades tempranas explican por qué miles de menores han sido cooptados por el narcotráfico.
Entre 2006 y 2010, organizaciones como REDIM estimaron que más de 1,200 menores murieron en contextos ligados al narcotráfico y cerca de 25,000 participaron en diversas actividades criminales. Aunque hoy no existen cifras exactas, todo indica que el fenómeno persiste, pero ha mutado: si antes los cárteles raptaban jóvenes en las calles, hoy los reclutan por redes sociales con promesas de dinero y poder.
El caso de El Ponchis no solo retrató la crudeza del crimen organizado, sino también una deuda institucional y social con la infancia más vulnerable de México.