El reclutamiento de menores en México se ha consolidado como una práctica silenciosa y en crecimiento, alimentada por la desigualdad, la impunidad y un marco legal que, pese a su intención protectora, termina favoreciendo la reincidencia. Este fenómeno no está confinado a una sola zona; afecta a entidades como Sinaloa, Jalisco, Zacatecas, Guanajuato y Veracruz, donde adolescentes son captados, coaccionados o engañados para incorporarse a células criminales.
Un caso reciente que ejemplifica la gravedad del problema es el de “Axel, el Panda”, un joven que fue reportado en la Alerta AMBER. Tras ser localizado, reconoció pertenecer a una célula delictiva. Pese a su edad, declaró abiertamente que mantiene un liderazgo dentro del grupo y que continúa reclutando a otros menores, capitalizando su posición y experiencia. Su caso es una clara muestra de la normalización del fenómeno: un joven que no busca protección, sino que halla identidad, poder y pertenencia dentro de la estructura criminal.
Esta realidad no es única. Muchos adolescentes que regresan voluntariamente o son localizados expresan su deseo de reincorporarse a las agrupaciones delictivas. La ley los protege por ser menores de edad, impidiendo su procesamiento como adultos y creando un vacío que el crimen organizado explota: jóvenes funcionalmente activos en el delito, pero jurídicamente protegidos por el Estado. Cuando desaparecen nuevamente, son considerados víctimas, repitiendo un ciclo de impunidad que eventualmente los transforma en delincuentes de alto impacto.
A esta problemática se suma una peligrosa apología del delito entre los jóvenes. En amplias zonas del país, el crimen ha pasado de ser temido a ser admirado. La cultura popular, los contenidos digitales y la música han construido una narrativa donde el dinero fácil, la violencia y el poder son sinónimos de éxito. Muchos adolescentes crecen con la idea errónea de que una carrera delictiva es más efectiva que la educación o un empleo formal, sin dimensionar la brutal realidad de muerte, prisión o la pérdida definitiva de la identidad y la libertad.
El marco jurídico mexicano, a través de la Ley Nacional del Sistema Integral de Justicia Penal para Adolescentes (LNSIJPA), mantiene un enfoque primordialmente protector. Esta ley establece que los individuos entre 12 y 18 años deben ser tratados bajo un sistema especializado, priorizando las medidas socioeducativas sobre las punitivas, con el objetivo de reeducar y reintegrar, no castigar. Sin embargo, en la práctica, esta visión se ha quedado corta: los centros especializados carecen de programas de seguimiento, recursos y apoyo psicológico suficientes. En consecuencia, la ley protege, pero no logra transformar ni rehabilitar, limitándose a liberar.
Ante este panorama, se abre un debate urgente: la necesidad de procesar con un criterio más riguroso a los menores que cometen delitos graves. No se trata de criminalizar a la infancia, sino de establecer consecuencias proporcionales que reconozcan la seriedad de ciertos actos. Modelos en países como Estados Unidos, con sus “Juvenile Transfer Laws”, permiten juzgar a adolescentes como adultos en casos de crimen organizado, homicidio o secuestro, priorizando la responsabilidad individual. México debería establecer un sistema adaptado a su contexto, que garantice el respeto a los derechos humanos, pero que incorpore la proporcionalidad del castigo en casos de alta peligrosidad. Un sistema de justicia verdaderamente humano debe proteger, pero también educar con responsabilidad y firmeza.