En una bulliciosa calle del centro de Culiacán, donde el ruido de los automóviles, el ir y venir de peatones y el aroma de la comida callejera dominan el ambiente, se oculta una cocina clandestina de fentanilo capaz de producir hasta 200 mil dosis de esta droga letal.
El acceso a este lugar no fue sencillo. Tras tres intentos fallidos, dos periodistas y una fotógrafa de The New York Times lograron ingresar finalmente al laboratorio, donde fueron testigos del peligroso proceso de fabricación del fentanilo.
El encargado del lugar es un joven de 26 años, conocido como el cocinero principal. A pesar de haber estudiado medicina oral con la intención de ser dentista, la vida lo llevó a trabajar para el Cártel de Sinaloa desde los 16 años. En una década, este joven ha acumulado una fortuna considerable: autos deportivos, ranchos, casas y hasta un helicóptero y un avión pequeño forman parte de su patrimonio.
A pesar de los recientes operativos militares y los ataques de grupos rivales, el cocinero confía en que el negocio seguirá prosperando. “El narcotráfico es la principal economía aquí”, afirmó con seguridad, al tiempo que responsabilizó a los consumidores estadounidenses por la crisis de sobredosis: “Ellos deciden consumir”.
La visita al laboratorio estuvo marcada por la tensión. En cualquier momento, las fuerzas de seguridad podían irrumpir en el lugar. De hecho, esa misma mañana, uno de los laboratorios cercanos había sido desmantelado por el Ejército mexicano.
“Nos reventaron uno en la mañana”, advirtió uno de los hombres. La amenaza era inminente, y todos estaban preparados para una evacuación rápida.
Durante su estancia, las periodistas observaron cómo el cocinero vertía un polvo blanco en una olla llena de líquido, agitándolo con una batidora de inmersión mientras vapores tóxicos inundaban el pequeño espacio. A pesar de los trajes hazmat y las mascarillas de gas que llevaban las periodistas, el cocinero trabajaba apenas protegido con un cubrebocas quirúrgico.
En un momento, el joven detuvo su labor, aturdido por los vapores químicos. “Ahora sí me pegó”, admitió antes de salir al exterior para tomar aire fresco.
En el laboratorio, junto a las ollas y los químicos, había detalles que revelaban la cotidianidad del lugar: botellas de cerveza Corona, una imagen de “La última cena” colgada en la pared y una botella de salsa picante junto a la acetona. Sobre una mesa, un montón de polvo azul neón esperaba ser comprimido en píldoras que cruzarían la frontera con Estados Unidos, algunas de ellas estampadas con el diseño de una corona, similar al logotipo de Rolex.
El joven explicó con naturalidad que los traficantes en México hacen los pedidos, y luego su equipo se encarga de preparar y empaquetar las sustancias para el mercado estadounidense.
Sin embargo, la calma duró poco. Un socio irrumpió en la habitación con un gesto de alerta: una patrulla del Ejército mexicano estaba cerca. “Nos tenemos que ir”, dijo el cocinero principal mientras apagaba la estufa y corría hacia la salida.
Las periodistas también abandonaron rápidamente el lugar, dejando atrás un laboratorio que, a pesar de las redadas, los enfrentamientos y la presión de las autoridades, sigue siendo un engranaje clave en el multimillonario negocio del fentanilo en México.
Mientras tanto, el Gobierno mexicano intensifica sus esfuerzos. Tras las amenazas del entonces presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, de imponer aranceles si no se detenía el flujo de drogas, las autoridades anunciaron recientemente la mayor incautación de fentanilo de la historia: 20 millones de dosis.
A pesar de la presión y la violencia que envuelven este oscuro negocio, el fentanilo continúa fluyendo desde las calles de Culiacán hasta los vecindarios más afectados por las sobredosis en Estados Unidos. El joven cocinero, con una mezcla de cinismo y certeza, lo resumió con claridad: “Esto es lo que nos tiene con dinero”.